Sobre la persistencia de la memoria en el uso de la tecnología, por Fernado Trujillo
Mi primer ordenador fue un Dragón 32. Me lo regalaron los Reyes Magos en la Navidad de los doce goles de España a Malta. Yo les había pedido un ZX Spectrum, como muchos otros niños de mi generación, pero un amigo de los Reyes Magos les convenció de que trajeran un Dragón 32 porque era un ordenador para estudiar y trabajar, y no para jugar como el ZX. Hay amigos que estarían mejor callados, en mi humilde opinión.
En la práctica aquella decisión de los Reyes Magos supuso, ante la total ausencia de programas apropiados para mi ordenador, horas y horas de copiar código de las escasas revistas especializadas que en aquella época llegaban a una “ciudad de provincias”. Aprendí mucho pero cualquier mínimo desliz tipográfico lo pagaba con un error de funcionamiento en el delicado equilibro del software y el hardware de la época (que incluía las cintas de cassette y el reproductor de mi padre como parte del equipamiento).
Después, cuando yo ya estudiaba en la universidad, la familia hizo el importante esfuerzo de comprar un IBM-PS1. Eso ya era un ordenador serio e incluso mi padre se animó a utilizarlo para preparar sus clases y guardar listados y notas. Era tal su potencia, en aquella época, que sentíamos hacia él la misma veneración que se podía tener por un instrumento científico: era una máquina cargada de futuro... aunque fuera solo durante unos años.
A partir de ahí llegó el mundo de los “clónicos”, interesante palabra surgida al calor del sistema operativo de Microsoft. Con los clónicos aprendimos a comparar velocidades de procesador, capacidad del disco duro, resolución de la pantalla y calidad de la tarjeta de vídeo o de sonido así como también a cambiar e instalar muchos de esos componentes. También comenzó una carrera desbocada hacia el más grande, el más rápido y, también, el más estiloso de los ordenadores posibles y costeables.
En algún momento de esa carrera llegó la portabilidad. Primero fueron enormes ordenadores portátiles, que poco a poco fueron perdiendo grosor y peso, hasta que un día llegó el iPhone y todo cambió. Las pantallas se volvieron táctiles, las tabletas llenaron el hogar y al mismo tiempo los portátiles se volvieron ultra-ligeros y los PC se redujeron a su mínima expresión. Pronto el hardware sería wearable e invisible, cumpliendo así la máxima de Mark Weiser: “Las mejores herramientas son invisibles”.
Y ahora, cuando llevo encima y en mi mochila más velocidad de procesamiento que los ordenadores que llevaron a la Humanidad al espacio, me pregunto qué ha sido de todos esos ordenadores y dispositivos que me han acompañado en los últimos treinta años de mi vida. Todos ellos han ido apareciendo y desapareciendo, siempre superados por un nuevo aparato: es el citius, altius, fortius de la tecnología.
¿Qué queda de todo eso? Pues, francamente, creo que solo quedan dos cosas, vinculadas entre sí.
Por un lado, cada uno de esos aparatos, hoy desaparecidos, contribuyó a la creación de una serie de “artefactos”, cuya permanencia transciende a la vida de los propios dispositivos que ayudaron a crearlos: en mi caso personal, de estos aparatos (y de mi pobre cabeza) surgieron mi tesis, mis artículos, mis publicaciones, mi blog en Blogger y después en Wordpress y mi flujo en las redes sociales. Los “artefactos” permanecen mientras que los dispositivos que los crearon han sido devorados por el paso del tiempo.
Por otro lado, estos “artefactos” representan tanto mi aprendizaje personal como mi aportación a nuestra “producción colectiva”. La suma de la totalidad de los “artefactos” que hemos creado entre todos, como una enorme inteligencia colectiva, representa la parte “material” (aunque digital) de nuestra cultura de tecnología educativa. Tus aprendizajes y tus “artefactos” han contribuido a mis “aprendizajes” y a la creación de mis “artefactos”, y así hemos creado una cultura en un complejo proceso de influencias mutuas de carácter exponencial mediadas por Internet.
¿Qué lección saco de esta reflexión?
En primer lugar, como tantas veces se ha dicho, cualquier política educativa centrada en los dispositivos está abocada al fracaso porque lo importante no es qué herramientas usemos sino qué hagamos con ellas: una PDI que no contribuye a producir nada o una tablet que sólo sirviera para consultar webs serían tan inútil como un libro de texto que simula recortes de prensa pero aleja a los estudiantes de la prensa real.
En segundo lugar, nuestra memoria colectiva está formada por nuestros “artefactos” y la interpretación que hagamos de ellos. Los proyectos que arrancamos, las webs que hicimos, los artículos y libros que escribimos fueron importantes en su momento, y lo son todavía. Solo a partir del análisis de esas producciones podemos aprender en qué acertamos y cómo erramos en el mayor intento hasta la fecha de incorporación de las TIC a la escuela: esa es la mejor herencia de la difunta Escuela 2.0.
Y para medir su importancia deberíamos conocer la perspectiva de nuestro alumnado. Efectivamente, la escuela es una institución de cambio lento, a veces desesperadamente lento, con frecuencia injustamente lento. Sin embargo, en la vida de esos estudiantes con los que trabajaste de otra manera usando las TIC para enseñar mejor creo que siempre quedarán los “artefactos” que con ellos hicieras. Olvidarán el netbook o la tablet, pero nunca olvidarán que un día usaron la tecnología en clase para hacer algo relevante: ¿Qué pensará aquella alumna con la que hiciste una radio escolar, aquel alumno al cual acompañaste al concurso de robótica o aquellos que contigo abrieron su primer blog?¿Cuál es su actitud hacia la tecnología después de conocerte a ti y tus proyectos?¿Cómo incidió aquello en su manera de aprender o, simplemente, de entender la escuela?¿Cómo les cambió la vida aquello? Necesitaríamos conocer las respuestas a estas preguntas pues en ellas se mide realmente la eficacia de nuestros esfuerzos.
Con frecuencia nos quejamos de que la escuela no cambia nunca, o lo hace muy lentamente. Así es, en efecto, pero dejar de ver que hay mucha gente usando la tecnología para hacer cosas diferentes en el aula es también hacer un flaco favor a ese mismo cambio que defendemos. Necesitamos visibilizar qué ha ocurrido y qué está ocurriendo en el aula para reflexionar sobre su incidencia y su valor y, así, definir cómo seguimos avanzando.
Créditos: imagen de flickrcc
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